la historia de mi vida

domingo, 20 de enero de 2008

Era su cumpleaños y luego de unas copas de sangría y un par de tragos que parecían hechos a base de enjuague bucal salimos a caminar. Eran un poco más de las 12, osea teníamos para rato, salvo porque habíamos gastado casi 150 soles en el primer bar y el presupuesto estaba ya más ajustado, por no decir nulo. Un grupo de 6 (dos parejas, pero solo una de enamorados) caminando en Barranco resulta muy atractiva para la tribu de jaladores de los barsuchos de esa calle por la que paso mucho pero de la que no se el nombre. Un chico de unos 20 años nos detuvo en medio de la pista y con alegría poco creíble nos invitó a uno de ellos con la promesa de que el ambiente estaba "ponedor" y que las chicas tomaban gratis hasta la 1 Y, como si fuera poco, por ser "nosotros" nos iba a dejar la entrada libre. Después de unos tragos estábamos aun sobrios, pero no es secreto que la combinación de licores habían puesto al dueño del santo un poco más amigable de lo normal, por lo que accedió a la propuesta. Un poco confundidos y con nuestras típicas risas burlonas lo seguimos y entramos. Todas las cabezas voltearon para vernos. No sé por qué, pero algo me dice que era porque la ropa y la actitud delataban que normalmente no frecuentábamos esos lares. Las miradas despectivas de las otras dos chicas de nuestro grupo y mi carcajada al ver a un morena con trenzas vestida con un polo de la selección tampoco ayudaron. El jalador seguía guiándonos hacia un mesa al fondo que no llegaba a ver con claridad porque estaba oscuro. Yo simplemente seguía al cumpleañero que estaba adelante mío. Un minuto después nos encontrábamos agitados en la calle a una cuadra de aquel bar con un ataque de risa tras darnos cuenta que le habíamos jugado un broma al chico alegre que nos había hecho el habla hace un toque. Los dueños del bar deben replantearse la arquitectura del mismo: no conviene que la puerta de entrada esté unida a la de salida por un corredor en forma de u. Faltos de ideas para seguirla nos sentamos en la rotonda del parque mientras mirábamos qué DVD's se había comprado él en Polvos antes de venir. Casi todas eran de terror, de las comerciales gringas que también tienen su gracia si te quieres reír un rato, menos una. Después de cagarnos de risa al ver que la carátula de Amelie con su cara blanca y sonrisa diabólica diera más miedo que las otras, propuse caminar hasta Miraflores. La gorda no estaba muy de acuerdo porque le dolían lo pies, pero luego de explicarle que prácticamente solo teníamos que cruzar el puente aceptó no muy alegre. Terminé haciéndola de guía. Conocía esas calles un poco mejor porque, a pesar de nunca haber vivido en Barranco, estoy enamorada de sus calles y casas antiguas. Llegamos a un parque cerca a la avenida y ya eran más de las 2. Recordé que justo ahí había una casa de la que estaba un poco más enamorada. Era rara y vieja, como me gustan. Tenía vitrales y un pórtico gigante, una rareza en Lima. Todos nos quedamos mirándola un rato. Me gusta pensar que en ese momento entendieron un poco mi gusto por las casas viejas. Él, el chato y la gorda se quedaron hablando atrás mientras que yo caminaba con la pareja de enamorados. Escuché mi nombre y me volví. Era el chato que me estaba tratando de decir algo mientras que él le tapaba la boca. Me recordó a cuando de chica le tapaba la boca a mi hermana para que no le dijeron a mi vieja que no me había bañado. Me imaginé que se trataba de algún raje sobre mí o alguna mañosada, con las cuales no tengo problema alguno porque es mi mejor amigo y siempre bromeamos con esas cosas como si yo fuera un pata más. Después de insistir mucho, y hacerme la sufrida me lo dijo entre risas: "Nada, solo le dije que la casa que nos enseñaste era la casa que te iba a comprar cuando nos casemos". No entendí el drama. Es algo que cualquiera diría en broma porque no hay nada más que decir, especialmente nosotros que somos tan amigos y que ya superamos esa rara etapa inicial en la amistad de todo hombre y mujer (la etapa del forzado respeto, la ligera distancia y la ausencia de bromas sexuales). Siguió riendo al darse cuenta del sin sentido de toda la situación, un poco ridícula, muy infantil. Los enamorados estaban ahí con nosotros y en plan joda insinuaron que su vergüenza se debía precisamente a la sinceridad de sus palabras, que yo le gustaba. Me reí. Él, no.

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